En los tiempos de mi más antigua abuela –contó Tregua- llegaron a estas tierras hombres que parecían dioses, de cuerpos brillantes, montados en animales extraños y poderosos, como jamás se había visto.
Las flechas rebotaban en ellos, nada parecía hacerles daño. Los araucanos de más al norte que les habían hecho la guerra los creían invencibles. Hasta que descubrieron que bajo la capa brillante eran hombres como ellos, aunque de piel blanca. Y los hermosos animales, los caballos, podían ser amigos de indios o españoles.
En un principio, los huilliches, habitantes de estas regiones costeras, fueron buenos con los hombres brillantes; no les vieron el corazón y las intenciones que algunos de ellos traían. Además los extranjeros confundían a los araucanos guerreros con los huilliches campesinos, lo que fue una lamentable equivocación.
Estos no eran agresivos; cultivaban el maíz, la quínoa, las papas, recogían los frutos silvestres como piñones y avellanas, murtas y hongos de toda clase que se dan en los arboles y tierras. También cazaban pudúes, guanacos y huemules; y aves como las bandurrias, los patos silvestres; pescaban variedad de peces, y del mar sacaban mariscos.
Los recién llegados tenían hambre y los indios les convidaron de sus alimentos con generosidad. Hasta huevos de cisnes llegaban a sus mesas. Entonces el rio se llamaba Ainil y estaba lleno de cisnes de cuello negro.
Construyeron su primera ciudad, que nombraron Santa María la blanca y añadieron Valdivia, por su fundador.
Cuando estuvieron rodeados de murallas y se sintieron seguros empezaron el lugar de donde los huilliches sacaban oro.
Esos lavaderos se llamaron Madre de Dios.
Si la ambición no hubiera llenado las cabezas y los corazones de los hombres brillantes, la paz habría reinado en estas tierras y Valdivia seria ciudad principal de Chile.
Empezaron a exigir a los indios que trajeran oro.
Entretanto, unos grandes barcos entraban sin cesar por el rio, trayendo y llevando tesoros. Las gentes construyeron hermosas casas, muchas iglesias y celebraban fiestas donde la música y las joyas daban especiales tonos de elegancia y lujo.
Los indios buenos y mansos de estas costas se aliaron en secreto con los araucanos, guerreros de las cordilleras.
Los españoles habían fundido la mayor parte de su dorado metal en una gran campana cuyo tintineo cristalino recordaba a los huilliches su esclavitud.
Y una noche en que la ciudad resplandecía sobre la ciudad, una noche de fiesta y risas, un ejército oscuro avanzó entre las sombras.
Y mientras brillaban las lámparas con velas de pura cera, y las damas danzaban con sus vestidos de seda y los caballeros habían dejado sus armaduras para vestirse de terciopelos y encajes; mientras comían y bebían, descuidados, los indios asaltaron la ciudad, tiraron antorchas encendidas sobre los techos de alerces y empezaron a matar a los centinelas adormecidos.
En un segundo, la fiesta se transformo en espanto. Gritos de dolor y rabia se entremezclaban. La ciudad no tardo en arder y más que nunca pareció una ciudad de oro.
¡La campana, la campana! –gemía el que guardaba los tesoros. Pero nadie pensó sino que en salvar su vida y huyeron hacia tres galeones atracados en el puerto. Los que se libraron, contaron después los horrores de aquella destrucción.
De la hermosa Valdivia con sus torres sagradas no quedaron más que ruinas. Y los indios se llevaron prisioneros a 50 niños y 400 mujeres.
Los huilliches se apoderaron de la campana de oro y con la fuerza de su odio la lanzaron a lo más profundo del rio, en el lugar donde el Calle-Calle recibe las aguas del Cau-Cau. Todavía resuenan sus campanas en noches de tormenta, y cuando la luna atraviesa las honduras del rio, se le ve brillar.
Los demonios araucanos la frotan para que luzca siempre y la custodian para que nadie pueda alcanzarla.
Aquí Tregua hizo un silencio y Pelusa y Llanca creyeron escuchar en el viento el son cristalino de la campana misteriosa.
-Yo la he visto- comento Abandonado-. Pero no me interesa el oro, no se para que sirve, sino para hacer más hermoso el reflejo del rio. Seria tontera sacarla.
Luego de beber unos sorbos en la playa cercana, Tregua continuó:
-“Con la destrucción de Valdivia, vino la de otras siete ciudades. Y pasaron 50 años de silencio en que la selva creció entre las torres y las piedras de las antiguas construcciones.”
Pero Valdivia y su rio eran muy bellos, eran muy importantes, también en aquel entonces. Se le llamó “llave del Pacífico” y “Gibraltar Americano”.
Y regresaron los hombres blancos en sus barcos y reconstruyeron la ciudad y la fortificación. Levantaron defensas desde la desembocadura del rio. Y así fue como se alzaron los castillos y fuertes de Amargos, Corral, Niebla, Manceras, San Carlos, Baides, Chorocamayo y el mío, ahora sumergido, Carboneros.
Estos castillos que durante un largo tiempo, casi dos siglos, vomitaron fuego sobre cualquier atacante hoy están en ruinas y sus cañones cerrados. El único que se mantienen intacto es el mío. Solo el agua va suavizando sus piedras…
El viento se arremolino en torno a los perros como si quisiera llevarse la historia de castillos y tesoros lejos, hacia las montañas donde moraron guerreros sin piedad.